Hoy romantizamos muchísimo el pasado. De hecho, cada vez se usan mas frases del tipo «todo tiempo pasado fue mejor» o incluso la nueva que dice «lo viejo anda, Juan». Pero no sé si todo fue tan bueno, aunque a veces cueste decirlo. Si vamos al mundo de la música, por ejemplo, hoy basta con agarrar el teléfono, buscar un tema en Spotify o Youtube y lo tenemos, pero hubo una época, no tan lejana, en la que escuchar música era una actividad que requería tiempo, paciencia… y muchas pilas AA. Antes de que lleguen los CDs baratos y grabados, la mayoría de los mortales escuchábamos música en casetes. Que no te vendan la historia del vinilo y los CDs originales porque eran para un nicho pequeño. Y el casete… tenía sus mañas. No existía el «pasá al próximo tema», ni mucho menos el «modo aleatorio» y la calidad de audio era, al menos, un tema controversial. Escuchar música en casete era un ritual. Y como todo ritual, tenía sus encantos, sus miserias, y su propio ritmo. Literalmente.
A diferencia del streaming actual, donde la música fluye sin fricción, los casetes eran pura fricción. Física, mecánica, emocional. Tenías que querer a ese casete, cuidarlo, grabarlo con cariño, rebobinarlo a mano si el grabador era medio mañoso (o si te quedabas sin pilas). Y lo más importante: tenías que tener tiempo. Porque escuchar música en casete no era una actividad multitarea. Era la tarea.
Lado A, lado B, y la experiencia física de la música
Cada casete venía con dos lados, como un disco, pero con una mística particular. El lado A era, por convención, el «principal». Ahí ponías los mejores temas. El B quedaba para rarezas, lentos, o lo que sobraba. Pero ambos eran parte de una unidad. De hecho, pensar en música en formato de «lados» era algo que nos ordenaba la cabeza. Uno sabía qué empezaba y qué terminaba, casi como una película dividida en dos actos.
Dar vuelta el casete era casi un gesto ritual, era muy loco pero inconscientemente sabías que venia otra cosa. Y si estabas grabando desde la radio y justo se terminaba el lado A en medio de un tema, te querías morir. El lado B era el lado B, era otra cosa dentro de la misma cosa y eso me parecía genial.
Grabar de la radio: la mezcla de paciencia y reflejos
Grabar música de la radio era una experiencia única. Se trataba de esperar, escuchar y estar listo. No había Shazam, ni tracklists, ni aplicaciones que te avisaran qué tema estaba por sonar. Solo tu oído, tu intuición y ese botón rojo de «REC» al acecho. También, lo que solíamos hacer era llamar a los programas de radio para pedir temas para grabar, y algunas veces (muy de vez en cuando), no lo pinchaban al tema, ahora vas a entender más de lo que hablo.
Para grabar, había que tener, como mínimo, un radiograbador y un casete virgen. Teníamos que estar muy atentos y espera para jugar con la técnica apretar «play» y «rec» al mismo tiempo, tener la casetera en pausa lista ¿El mayor enemigo? Siempre fue el locutor. Ese ser que sentía la necesidad de meter un «¡Radio Pepito te lo presenta!» justo cuando arrancaba Under the Bridge. Un ninja de la interrupción (por no decir otra cosa).
Y aquellas veces que el tema no era pinchado, nos sentíamos increíble. Cuando salía perfecto (tema entero, sin interrupciones, buen nivel de volumen), sentíamos que teníamos una obra maestra. Y eso quedaba inmortalizado en un TDK de 90 minutos que después prestábamos, rayábamos, y cuidábamos como si fuera oro.
El rebobinado a birome: una postal de la época
No hay gesto más icónico de nuestra generación que el de meter una birome BIC en un casete para rebobinar. Esto lo hacíamos más que nada cuando usábamos los Walkmans, principalmente para ahorrar pilas y ese movimiento circular se volvió parte del folclore cotidiano.

Algunos desarrollaban estilos propios: rebobinar rápido con movimientos de muñeca dignos de DJ, o despacito y con precisión de cirujano. Hasta había quienes afirmaban que rebobinar a mano cuidaba mejor la cinta. Mito o no, todos lo hacíamos. Ese sonido característico del clic clic clic de la birome girando dentro del casete era casi terapéutico. Y si te pasabas del punto exacto, bueno… a girar para el otro lado.
Las cintas enganchadas: terror y cirugía casetera
Pero no todo era amor. El horror absoluto era cuando, de la nada, tu casete se trababa en la casetera y la cinta empezaba a salir como intestino de peluche. Una tragedia en cámara lenta. Uno podía intentar salvarlo metiendo los dedos, girando con cuidado, o si la cosa era grave, haciendo cirugía con una lapicera y cinta scotch.
Más de una vez terminé con media cinta enrollada sobre la mesa del comedor, tratando de deshacer un nudo como si fuera un pescador tratando de liberar su anzuelo. Y todo para poder seguir escuchando ese lado B grabado en casa de un amigo con Los Fabulosos Cadillacs y algo de Soda Stereo.
Un formato que moldeó una generación: la de la era del rebobinado
Hoy, para muchos de nosotros mirar un casete es como mirar una reliquia. Pero no es solo nostalgia. Si bien a la mayoría de nosotros sinceramente no nos dan ganas de volver a escuchar música en este medio (por más que le tengamos mucho amor) hubo algo en ese formato que nos formó. Nos enseñó a tener paciencia, a escuchar los discos completos, a aceptar el orden de las cosas. A valorar lo que teníamos. Porque no podías tener mil canciones en el bolsillo: tenías quince por lado, y elegidas con pinza.

Nos formó en lo artesanal, en lo analógico, en el error humano. En la cinta que se gastaba. En el tema que sonaba con ruido de fondo pero igual nos emocionab y en los compilados que armábamos con amor y regalábamos como si fueran obras de arte.
La era del rebobinado fue mucho más que un formato. Fue una forma de vivir la música. Más lenta, sí. Más imperfecta, también. Pero más presente. Y aunque no se trate de volver al casete como medio, quizás nos vendría bien rescatar algo de aquella experiencia: la escucha dedicada, la paciencia, el valor de lo limitado.
Porque aunque ya no rebobinemos con una birome, todos llevamos un poquito de esa época en el oído.