Call of Duty: Warzone irrumpió en 2020 como una bocanada de aire fresco en aquel horrible y triste encierro que nos tocó vivir.
Era el juego que todos necesitábamos en tiempos de pandemia: un Battle Royale con alma de Call of Duty, que combinaba realismo, tensión y una atmósfera bélica que nos tenía con la piel de gallina. Verdansk, con sus techos sniper-friendly, los búnkers de la Segunda Guerra, la base militar y el gas acechando cada rincón, nos hacía sentir como soldados atrapados en una ciudad devastada. Pero lo mejor de todo no era el mapa ni los gráficos, sino lo que el juego generaba: un punto de encuentro. Todas las noches, El Garufa, el Tincho, el Tala y yo nos metíamos a «tirar tiros», entre risas, puteadas y un poco de estrategia improvisada. Para muchos de nosotros, Warzone fue más que un simple videojuego: fue un escape en uno de los momentos más raros y complicados de nuestras vidas.
Cuatro años después, ese Warzone murió. Lo que alguna vez fue una experiencia intensa y casi cinematográfica, hoy es un carnaval de skins ridículas que parecen sacadas de un juego para nenes. La estética bélica fue reemplazada por personajes como Caperucita Roja y unicornios psicodélicos que no tienen nada que ver con el espíritu original. Lo que en 2020 nos ponía al borde del asiento, ahora parece una copia barata de Fortnite, pero sin la construcción y con un tono que no pega ni con cola. Y esto no es solo cuestión de estética: la experiencia de juego está arruinada por una combinación letal de cheaters, bugs, problemas de matchmaking y decisiones que claramente priorizan las microtransacciones por sobre los jugadores (más que nada con todas las skins y las armas que son pay to win).
Los cheaters, los bugs y el desastre del crossplay en Warzone
El tema de los cheaters es especialmente frustrante. Por más que Activision haya prometido que su sistema antitrampas RICOCHET iba a ser «la solución definitiva», la realidad es que sigue siendo un colador. Los aimbots y wallhacks están a la orden del día, y no hay partida en la que no te encuentres con uno. Para colmo, los VPNs se convirtieron en otra trampa «legal» que muchos usan para entrar a lobbies más fáciles. Los jugadores con mayor habilidad se conectan a servidores de regiones con menos nivel para cazar gente sin experiencia y garantizarse partidas con menos resistencia. Así, el matchmaking se vuelve una lotería y el juego pierde toda la gracia.
A esto hay que sumarle el desbalance entre los jugadores de consola y PC, que es otro problema sin resolver. El crossplay, que en su momento parecía un avance brillante, hoy se siente más como una fuente de frustración. Los jugadores de consola tienen el famoso aim assist, una asistencia de puntería que, en enfrentamientos cercanos, parece prácticamente un aimbot legal. Nosotros, los jugadores de PC de mouse y teclado, por otro lado, tenemos cierta ventaja de precisión a distancia pero que parece que se ha ido perdiendo con el paso de los años. El resultado es que nadie queda contento y, en muchos casos, los jugadores prefieren desactivar el crossplay directamente, matando uno de los mejores puntos del juego original.
Como si esto fuera poco, la versión de PC sigue siendo un desastre técnico. Los bugs y problemas de optimización son constantes: cierres inesperados, caídas de FPS y un rendimiento que deja mucho que desear incluso en máquinas potentes. Que un juego que pesa más de 100GB siga teniendo estos problemas en 2024 es, por lo menos, inaceptable.
El adiós de los amigos y de la verdadera guerra
Lo peor de todo, sin embargo, es que Warzone dejó de ser ese lugar donde te juntabas con tus amigos para olvidarte un rato de todo lo demás. Ya no está la emoción de planear ese aterrizaje estratégico, de lootear tranquilos mientras el gas se cierra, ni esa adrenalina del top 10 donde cada paso es una jugada decisiva. El Garufa, el Tincho (los que quedamos de aquella primera versión) y toda la banda de los P1GS – ese grupo hermoso que se armó gracias a este juego y que hoy es más para juntarse a comer asado y tomar vino – hace rato que no lo tocamos. Warzone pasó de ser el ritual nocturno que nos sacaba una sonrisa a convertirse en un juego roto, vacío y sin alma.
¿Qué te pasó, Activision? La respuesta es simple: dinero fácil. Cambiaron un juego que marcó una época por una máquina de microtransacciones que prioriza vender skins ridículas antes que arreglar lo que realmente importa. Lo que alguna vez fue un símbolo de nuestra cuarentena y un fenómeno cultural se perdió en su propio éxito, traicionando a los jugadores que lo hicieron grande.
En unos años, cuando alguien diga «¿te acordás de Warzone?», no voy a pensar en unicornios ni en Caperucitas Rojas. Voy a pensar en Verdansk, en los techos de la cancha de fútbol, en los helicópteros volando sobre el aeropuerto y en esas noches de cuarentena donde lo único que importaba era jugar con los gurises.
Call of Duty: Warzone pudo haber sido eterno, pero perdió el rumbo y nunca volvió a encontrarlo.
Una lástima, pero ahora, voy a proceder a desinstalarlo.