Si hace 15 años alguien nos decía que Intel podía dejar de ser protagonista, lo íbamos a mirar raro. Intel era «la marca». Era casi sinónimo de orgullo, de haber puesto lo que hay que poner para obtener un gran rendimiento. Era la que venía estampada en la mejores Notebooks del mercado y la que también estaba en casi todas las computadoras armadas. El que tenía un Pentium III, luego un Core 2 Duo, o más tarde un i5 de segunda o tercera generación, sentía que tenía una PC con futuro. Intel en casi toda su historia ha sido sinónimo de potencia, estabilidad y sobre todo, previsibilidad. Pero como pasa tantas veces en tecnología, dormirse tiene precio. Y si hay algo que aprendimos en estas décadas es que nadie es intocable.
Hoy Intel está en un lugar incómodo. Incómodo porque ya no lidera como antes, incómodo porque sus últimas generaciones no convencen, e incómodo porque por primera vez en mucho tiempo parece que está más preocupada por sostenerse que por innovar. Y eso se nota. Ya no entusiasma como antes.
Los “K” y el calorcito del fracaso
Uno de los golpes más recientes vino de su propia trinchera. La serie de procesadores “K”, que históricamente fue la elegida por quienes querían los mejores pedazos de silicio de la empresa (y los que más overclockeaban) ahora está en el centro de las críticas. Consumos altísimos, temperaturas imposibles de controlar, placas madre que tienen que hacer malabares para mantener estabilidad y un rendimiento que, en la práctica, no justifica todo ese lío. Ni hablar de los problemas probados de degradación de los mismos procesadores que, de alguna manera, intentaron tapar. Es una generación que parece salida de una empresa apurada, más preocupada por competir con el número de núcleos que por el resultado real.
Mientras tanto, AMD siguió haciendo lo suyo. Primero con los Ryzen, que ya con la serie 3000 empezaron a mostrar los dientes, y después con las 5000 y 7000 que directamente pusieron contra las cuerdas a Intel en casi todos los segmentos. Ni hablar en el ámbito más profesional con los Threadrippers. Si hace unos años hablar de AMD era hablar de «precio/calidad», hoy muchos te lo nombran sin el «precio» delante. Y eso es mérito puro. Es imagen de marca al 100%, es haber sabido hacer las cosas, crecer y hacerse reconocida en un montón de segmentos. No fue fácil para AMD, y más luego de la serie AMD FX, pero vaya si pudo recomponerse.

Hoy, la mayoría de los gamers y entusiastas eligen AMD por un combo que Intel está luchando para ofrecer: potencia real y eficiencia equilibrada. AMD entendió algo que Intel parecía olvidar: no se trata solo de cifras altas o benchmarks sintéticos, sino de rendimiento estable en el uso cotidiano. Un Ryzen actual te da núcleos rápidos, temperaturas contenidas y un consumo energético razonable. Esto permite setups más compactos, menos ruidosos, y sobre todo, más sostenibles a largo plazo.
Otra clave está en la plataforma. AM4 y ahora AM5 fueron diseñadas con una longevidad sorprendente, algo que Intel no ha logrado con sus eternos cambios de socket cada dos generaciones. Esto significa que para un gamer o un entusiasta, apostar por AMD es hacer una inversión más inteligente. Podés actualizar CPU sin tener que cambiar todo el sistema, ahorrando plata y simplificando las cosas. Esto fidelizó enormemente a sus usuarios, creando una base de fans que saben que no solo están comprando un procesador potente, sino formando parte de un ecosistema que no los deja tirados.
En definitiva, AMD se ganó al público entusiasta porque escuchó, ajustó el rumbo y entregó justo lo que el mercado pedía: menos humo y más rendimiento real. Intel, mientras tanto, sigue luchando contra sí misma, atrapada en una espiral donde parece priorizar números impresionantes en una hoja técnica antes que lo verdaderamente importante: la experiencia del usuario final.
Intel, el gigante que alguna vez marcó el camino
Cuesta imaginarlo, pero hubo una época donde Intel era el futuro. Sacaba una nueva generación y automáticamente eso marcaba el ritmo del mercado. Todos querían tener “el nuevo Intel”. Me acuerdo de la emoción de tener un Pentium III Coppermine, o más adelante un Northwood que volaba en los benchmarks. Era otra cosa. Sentías que cada generación valía la pena. Incluso los que teníamos que juntar durante meses para upgradear sabíamos que el salto se notaba. Era tangible. Hoy… ya no tanto.
Lo mismo pasó con los laptops. ¿Te acordás cuando una notebook con Centrino era lo mejorcito que podías tener en movilidad? Duraban mil años, no se recalentaban, y encima venían con Wi-Fi cuando todavía era algo que no todos usaban. Intel era sinónimo de innovación práctica, de cosas que funcionaban y marcaban el paso. Tener una Centrino en esa época era jugar en primera: baterías eternas, procesadores eficientes, y equipos livianos que realmente podías llevarte en la mochila sin tener que andar buscando enchufes cada dos horas. Y encima, con la llegada del Wi-Fi integrado, nos sentíamos en el futuro mismo. Me acuerdo bien: en el bar, en la facultad o en casa de un amigo, abrir la notebook y estar conectado sin cables era casi mágico.

Intel marcaba el ritmo no solo porque fuera poderosa o innovadora técnicamente, sino porque entendía lo que el usuario quería, y lo entregaba envuelto en tecnología práctica, palpable y bien pensada. Cada nueva generación traía algo real, algo que podías tocar con las manos y experimentar. Los saltos no eran números abstractos o términos técnicos vacíos: eran mejoras que notabas apenas encendías tu computadora.
Pero hoy, cuando mirás los lanzamientos recientes, no sentís ese mismo entusiasmo. Las generaciones actuales parecen más ocupadas en ganar batallas de marketing y de especificaciones técnicas que en traer innovación real y accesible al usuario promedio. ¿Dónde quedó esa Intel que dictaba el pulso del mercado porque era realmente mejor y porque sus avances se traducían en experiencias cotidianas más rápidas, eficientes y placenteras? Ojalá vuelva pronto, porque la competencia siempre se disfruta más cuando ambas partes se sacan chispas de verdad.
¿Puede Intel quebrar?
La pregunta da vueltas. En voz alta suena fuerte, pero muchos la están haciendo. Y no es una locura. Si una empresa pierde relevancia en segmentos clave como el de los servidores, si empieza a recortar personal en áreas críticas, si sus líneas de consumo masivo no logran despegar… bueno, no hay que ser analista de Wall Street para darse cuenta de que algo está mal.
Pero a la vez, cuesta creer que Intel desaparezca. Tiene espalda, tiene historia, y sobre todo, tiene un rol estratégico que va más allá del mercado. Hoy fabricar chips no es solo una cuestión de negocios, es también un tema político. Estados Unidos necesita que Intel esté viva, sobre todo en un mundo donde China pisa cada vez más fuerte con sus propias tecnologías. Por eso, hay subsidios, hay empuje estatal, hay margen para reconstruir. Pero ese margen no es eterno.
Intel tiene que volver a entusiasmar. No con promesas, no con nombres de marketing, sino con productos que funcionen, que sean eficientes, que no requieran tres ventiladores y una fuente de 1200 Watts para rendir. Tiene que recuperar la confianza de los que arman PCs, de los que desarrollan, de los que todavía quieren creer que puede dar pelea.
Y sobre todo, tiene que reencontrarse con una identidad que hoy parece perdida. Porque una empresa que hizo historia con procesadores como el 486, el Pentium original, o los legendarios Core 2 Duo, no puede permitirse ser una más. O peor, una marca que genera dudas.
¿Y vos? ¿Todavía creés en Intel?
Me encantaría saber qué opinás. ¿Todavía tenés fe en que Intel remonte o ya estás armando tu próximo setup con Ryzen o directamente te fuiste al lado oscuro de los M1/M2/M3? ¿Te genera algo el nombre Intel o ya te da lo mismo que diga Intel, AMD o lo que sea?
Te leo. Porque más allá de los benchmarks, seguimos hablando de esto por algo más profundo: porque todavía creemos que la tecnología puede volver a sorprendernos. Aunque cada vez cueste un poco más.