El contenido que consumimos a diario en las redes sociales parece haber perdido el rumbo. En la carrera desenfrenada por ganar clics, likes e interacción, ¿hemos llenado Internet de basura entretenida pero vacía?
Hace unos días, se viralizó en video de una cuenta de Instagram de una estación de servicio de Entre Ríos donde los playeros, cansados de la community manager, la hacían desaparecer. Dejando de lado el pésimo gusto, que haya pasado varios filtros y nadie haya dicho: «che, no da publicar esto» (y más aún en épocas donde la violencia hacia las mujeres es un problema cada vez mayor) creo que en el fondo – y más luego del desacargo de la «chica que desaparecía» que era la CM de la estación de servicio – todo se trató de una pésima idea de alguien inexperto y que tenía como fin generar interacciones para… ¿promocionar una estación de servicio?
Si nos ponemos a pensar un poco, estamos en un momento donde pareciera que todo está permitido con tal de generar contenido viral. Yo creo, humildemente, que si querés promocionar una estación de servicio tenés un millón de mejores maneras… Quizás tener los baños limpios, hacer buen café con medialunas, ofrecer agua caliente para el mate sin cobrar serían mejores opciones, pero dejemos este caso particular y enfoquemosnos en el problema, porque sin dudas se trata de algo general y que vale la pena tratar por estos lares.
Sin más, creo que es una buena idea explorar por qué muchas personas sienten que la Internet “apesta” hoy, entre community managers sin inventiva, usuarios dispuestos a cualquier cosa por una migaja de atención digital, y el hecho de que quizás, exista la necesidad de volver a la autenticidad.
Todo por un like: la búsqueda insaciable de aprobación
En la economía de la atención, el like se ha convertido en la moneda de cambio universal. Cada día se reparten miles de millones de likes en plataformas como Instagram, otorgando a quien los recibe una sensación –a veces engañosa– de reconocimiento social. Especialmente entre los más jóvenes, un like puede sentirse como «una pequeña caricia que va alimentando el ego”. La validación instantánea que otorgan esas notificaciones rojas resulta muy seductora: saber que alguien, en algún lugar, aprobó tu publicación puede brindar un efímero subidón de autoestima.
El problema surge cuando esa búsqueda de aprobación se vuelve insaciable y condiciona el tipo de contenido que se genera. Muchos especialistas dvierten que el afán de conseguir más likes suele llevar a usuarios – especialmente jóvenes – a publicar material cada vez más llamativo o extremo, incentivando un uso irreflexivo de las plataformas. Es decir, con tal de asombrar a la audiencia, muchos terminan haciendo cualquier cosa por un puñado de reacciones positivas. Lo que empezó como un juego de popularidad digital se transforma en una presión constante por estar a la altura de las expectativas de un público invisible y hambriento de entretenimiento fácil.
Esta dinámica de aprobación inmediata ha convertido a prácticamente cualquiera en potencial creador de contenido. Ya no se trata solo de celebridades o youtubers profesionales: hoy, personas de todos los ámbitos – desde limpiadores domésticos hasta enfermeros de emergencias – pueden volverse celebridades virales en TikTok. Las fronteras entre quién es influencer y quién no se han difuminado, y con ellas también los límites de lo que estamos dispuestos a hacer públicamente para captar atención. Si «todo el mundo es creador de contenido», como claman algunos gurús, entonces todo vale con tal de alimentar la máquina de las interacciones.
Contenido viral a cualquier precio: la banalización de las redes
El efecto inmediato de esta obsesión por las métricas es una avalancha de publicaciones cuyo único objetivo es «dar bien» en el Feed o conseguir un par de segundos de nuestra distraída mirada. La premisa parece ser: si genera clics, se publica. El resultado es un ecosistema digital plagado de videos calcados entre sí, desafíos virales repetitivos y memes clónicos en serie. En la práctica, las redes se llenan de contenido de baja calidad, replicado hasta el cansancio, porque se sabe que ese material fácil obtiene engagement, aunque sea a costa de nuestra paciencia. Como señala el analista tecnológico Brian X. Chen, «It’s all just vapid, empty shit produced for engagement’s sake» – todo es basura vacía producida solo para generar interacción. En cristiano: mucho de lo que consumimos hoy en nuestros feeds no tiene otro fin que engancharnos unos segundos, aunque carezca de sustancia o valor real.
Esta degradación deliberada de la calidad afecta tanto a creadores individuales como a marcas. Los llamados «gurús» de redes sociales promueven fórmulas mágicas para lograr viralidad a costa de inundar Internet con más y más contenido irrelevante. Gracias a esas tácticas, «se está encharcando el campo de la información con contenido chatarra, de baja calidad». Abundan textos, imágenes y vídeos sin criterio, sin filtro y sin calidad únicamente porque la tecnología lo permite. Peor aún, esta homogeneización es tal que ha dado pie a teorías extremas – como la Teoría de la Internet Muerta – que sugieren que gran parte del tráfico en redes ya ni siquiera es humano, sino robots y algoritmos repitiendo fórmulas. Cierta o no esta teoría, su origen refleja un sentimiento real: el contenido en redes se ha vuelto tan prefabricado y algorítmico que cuesta diferenciar lo auténtico de lo artificial.

Un ejemplo cotidiano de esta banalización son los populares sketches o videos de humor exprés que invaden todas las plataformas. Hubo una época en que ver al carnicero del barrio haciendo un video gracioso resultaba novedoso y simpático; hoy, tras miles de repeticiones del mismo chiste, el encanto se esfumó. La gracia se vuelve tedio cuando uno ve al verdulero, al mecánico y hasta al veterinario de la esquina replicando el mismo baile de moda o el mismo meme de turno. La originalidad brilla por su ausencia. En palabras de un especialista en marketing digital, este tipo de publicaciones son «contenido… preparado para «dale me gusta y compartir», pero sin sentido». En otras palabras, piezas diseñadas exclusivamente para llamar la atención y estimular pulsaciones en el botón de Me gusta, pero que no aportan nada valioso ni auténtico.
Creatividad en crisis: community managers y humor fotocopiado
Buena parte de la culpa recae en cómo las empresas y sus community managers han entendido (o malentendido) la cultura de Internet. En un intento por «humanizar» marcas y acumular seguidores, muchas cuentas corporativas adoptaron un tono desenfadado e intentaron subirse a todas las tendencias virales habidas y por haber. Al principio, resultaba fresco ver a una marca de hamburguesas o a un banco haciendo chistes en Twitter; era casi transgresor. Pero la fórmula se agotó cuando todas las marcas comenzaron a hacerlo, muchas veces calcando los mismos chistes entre sí. Hoy el ingenio brilla por su ausencia: se nota cuando detrás de ciertas cuentas hay community managers tirando de la misma plantilla de memes que vieron funcionar en otro lado.
El fenómeno no se limita a las grandes marcas. Pequeños comercios locales, profesionales independientes y cualquier emprendedor con acceso a Internet siente también la presión de ser entretenido para no perder relevancia. Así vemos al dueño de la carnicería grabando reels cómicos sin mucha gracia, o al personal de una gasolinera intentando recrear el último baile viral de TikTok. La intención –ganar visibilidad– es comprensible, pero el resultado a menudo raya en lo absurdo cuando se fuerza la nota. ¿Realmente necesitamos que hasta el negocio más tradicional se transforme en showman digital? ¿No termina eso por diluir la identidad original de cada cual?
Lo paradójico es que esta carrera por imitar formatos virales ajenos en realidad puede ser contraproducente. Cuando todos publican lo mismo, destacarse se vuelve imposible. La saturación de contenidos clónicos anestesia al público: lo que en un momento podía resultar divertido o ingenioso, al vernos expuestos a su copia número 500 se vuelve simplemente ruido de fondo. De hecho, la homogeneización excesiva de las redes es justamente uno de los problemas que se han señalado detrás del declive en la interacción significativa online. La creatividad, que debería ser el motor de las estrategias digitales, está en crisis. Y la audiencia lo percibe. Cada vez más usuarios se quejan abiertamente de que su feed diario es un déjà vu constante de las mismas bromas, los mismos bailes y las mismas frases motivacionales recicladas. Internet se torna monótona cuando el ingenio cede paso al piloto automático.
Del hartazgo digital a la caída del engagement
No sorprende entonces que el público empiece a hartarse. Diversos análisis muestran que mientras el volumen de contenido basura aumenta, el involucramiento real de los usuarios cae en picada. En otras palabras, cada vez se publica más, pero se interactúa menos. Un informe reciente señala que las tasas de interacción promedio en redes sociales están bajando aceleradamente, y plataformas antes adictivas como Instagram o incluso TikTok muestran síntomas de estancamiento. Los usuarios hojean distraídamente un sinfín de publicaciones sin encontrar nada que les importe genuinamente: «People aren’t connecting or conversing… they’re just wading through slop”, describe crudamente un ensayo, comparando el scroll infinito con «pasear entre fango digital». La consecuencia es que la confianza también se erosiona: menos de la mitad de los adultos confía en que la información que ve en redes sea fiable. Cuando todo parece un circo de contenido dudoso, la credibilidad general de la plataforma sufre.
Este hastío está llevando a cambios de comportamiento. Crece, por ejemplo, la tendencia a tomar detox digitales – días sin redes sociales para desintoxicarse de tanta pelotudeo online – y se multiplican las voces que piden un uso más consciente de Internet para no sacrificar nuestro bienestar mental. Incluso algunos creadores están tirando la toalla y abandonando la carrera por la viralidad, hastiados de competir contra algoritmos inagotables y contenidos sintéticos que jamás duermen. “Outrage fatigues. Irony flattens. Virality cannibalizes itself,” escribe contundentemente otro analista: la indignación cansa, la ironía se desgasta y la viralidad acaba devorándose a sí misma. Son síntomas de un ecosistema enfermo de exceso, donde nada sorprende porque ya lo hemos visto todo mil veces.

Algunos expertos apuntan que estamos alcanzando el límite humano de tolerancia al ruido digital. El timeline infinito – lleno de bots, repetición y barro semántico» – estaría chocando con nuestra capacidad de atención y asombro. En respuesta, muchos usuarios migran hacia experiencias más pequeñas y significativas: grupos privados, comunidades especializadas, newsletters o foros moderados, donde la calidad prime sobre la cantidad. Es como si tras años de fiesta desenfrenada en el océano de información, ahora buscáramos islas de tranquilidad donde se pueda conversar de verdad y encontrar contenido con sentido.
Volver a las bases: autenticidad y calidad sobre clics
Frente a este panorama desolador, diversas voces –tanto usuarios hartos como profesionales conscientes– proponen una solución sencilla: volver a las bases. ¿Qué significa esto? En esencia, recuperar la coherencia y la autenticidad en los espacios digitales. No todo tiene que ser bromas, bailes ridículos o experimentos virales sin ton ni son. Está bien que el carnicero vuelva a ser carnicero y comparta consejos útiles sobre cortes de carne, en lugar de forzarse a hacer comedia en Instagram. De hecho, quienes han optado por ese camino más genuino suelen ver resultados positivos: ahí está el caso de Marito Laurens, conocido en las redes como “el carnicero de TikTok”. Contra lo que su apodo podría sugerir, Laurens no ganó a su millón de seguidores haciendo payasadas, sino compartiendo contenido de valor: en pleno auge de la inflación de alimentos, publicó videos quejándose de los precios de la carne y recomendando cortes más económicos para las familias. Su franqueza y conocimiento del tema conectaron con la gente mucho más que cualquier chiste gastado. En otras palabras, volvió a lo básico de su oficio –aconsejar sobre buena carne– y obtuvo interacción genuina por ello.
Lo mismo podría aplicarse a tantos otros ámbitos. Quizá el dueño de la gasolinera no necesite volverse influencer cómico; quizá le baste con preparar un café excelente para los viajeros y presumir de baños impecables en su estación de servicio. Tal vez ese sea el tipo de contenido que querríamos ver: historias reales de buen servicio, consejos prácticos de profesionales, creatividad aplicada dentro del campo de expertise de cada uno, y no copiando lo del vecino. Cuando un creador – sea una persona o una marca – aporta algo auténtico y útil, destaca entre la multitud ruidosa casi por contraste. En un océano de banalidad, la honestidad es revolucionaria.
Incluso las plataformas comienzan a entrever este cambio de preferencia. Tras años empujando el entretenimiento fácil, redes como Instagram o X (antes Twitter) están introduciendo funciones para fomentar comunidades más cerradas y contenido más íntimo, intuyendo que “a medida que más gente anhela autenticidad, las plataformas tendrán que tomar nota”. Surgen también nuevas vías donde la profundidad importa más que la masividad: creadores que prefieren 10.000 seguidores comprometidos que 1 millón de espectadores pasivos, newsletters de nicho, canales de Discord o Patreon donde prima la calidad del intercambio sobre el brillo vacío de la viralidad. Todo apunta a una conclusión: hay vida (y negocio) más allá de los likes y los retos virales, pero requiere un replanteamiento deliberado de cómo usamos la Internet actual.
Responsabilidad compartida: menos basura, más criterio
¿Significa esto que Internet “apesta” sin remedio? No del todo. Si bien el diagnóstico es crítico, también es cierto que cada usuario tiene poder para mejorar el entorno digital con sus decisiones cotidianas. La responsabilidad es compartida. Por un lado, los creadores y community managers deberían preguntarse qué aportan con cada contenido que publican. Antes de sumarse a la próxima tendencia absurda, conviene reflexionar: ¿esto aporta valor o solo hace bulto? La originalidad y la calidad deben volver a ser parámetros fundamentales, incluso si a corto plazo no generen las mismas métricas abultadas que la enésima broma de moda. Al final del día, una audiencia fidelizada por contenido auténtico vale más que un puñado de vistas fugaces logradas con trucos.
Por otro lado, nosotros, la audiencia, también jugamos un rol clave. Cada vez que premiamos con nuestra atención los contenidos vacíos o de mal gusto, enviamos la señal de que eso es lo que queremos ver. Tomar responsabilidad implica ser más selectivos con lo que consumimos y compartimos. ¿Por qué no apoyar más a aquel creador que se esfuerza por brindar información útil, aunque no haga bailes ridículos? ¿Por qué no ignorar (o incluso dejar de seguir) a quienes únicamente buscan llamar la atención con polémicas estériles o copias baratas? En la medida en que cambiemos nuestros hábitos de consumo, las propias plataformas y creadores ajustarán el rumbo. Al fin y al cabo, en la selva de Internet, lo que no recibe clicks tiende a extinguirse.

En resumen, la Internet actual peca de superficialidad y ruido, sí, pero no está condenada irremediablemente a ser un circo de giladas. Podemos y debemos exigir – y producir – algo mejor. Volver a las bases, como se ha propuesto, significa reivindicar la sinceridad, la creatividad bien entendida y el propósito original de cada uno en el mundo real. Significa recordar que no todos tenemos que ser comediantes virales para tener un lugar en la era digital. A veces, la verdadera revolución es hacer las cosas bien, con sentido común, aunque no sean «divertidas» en el sentido trivial de la palabra.
Al final, quizá la pregunta no sea si la Internet actual apesta, sino qué vamos a hacer al respecto. Porque la Red, con todos sus defectos, sigue siendo nuestro reflejo. Y si hoy está «cada vez más pelotuda», tal vez dependa de nosotros revertir esa tendencia. Tomemos la responsabilidad – como creadores y como consumidores – de elevar el nivel. Un timeline a la vez, un like a la vez, se puede cambiar el rumbo del contenido online: de la mierda a lo memorable, de la trivialidad a la utilidad, de la copia vacía a la autenticidad con propósito. Quizás entonces dejemos de percibir que Internet apesta, y volvamos a verla como lo que podría ser: una herramienta valiosa y variada, tan inteligente y enriquecedora como queramos hacerla.